miércoles, 9 de enero de 2008


La cerradura o La lección de filosofía

Madame.― Llegáis temprano señor preceptor, lo cual me alegra doblemente ya que así reducís el aburrido tiempo en el que no tengo nada qué hacer más que dar órdenes a los criados, y yo me canso muy rápido de ordenar. Y me alegro porque seguramente me enseñareis algo que es interesante e instructivo. Vuestra presencia, lo confieso con la mano en el pecho, es un privilegio desmesurado, ya que no todas las señoras de la corte pueden presumir de contar las horas para recibir las lecciones del famoso d’Apont, hijo más célebre de este Siglo de las Luces.

Preceptor.― Madame, no puedo sino recibir con humildad y reverencia vuestras expresivas palabras, inmerecidas del todo para uno que no es otra cosa sino servidor de vuestra merced. Y precisamente por vuestro pecho desmesurado me veo obligado a utilizar un tiempo considerable en vuestra enseñanza, ya que los efectos perniciosos de vuestra falta de instrucción afloran en este momento como exigiendo ser desterrados de forma tal que ya no sean para vuestra merced un motivo de desdoro. Como Séneca decía: Satius est supervacua scire quam nihil[1].

M.― ¡Oh! ¡Qué admirablemente esgrimís conceptos en lenguas muertas!

P.― Madame, mi lengua, que no está muerta, está a vuestro servicio. Pero repito, y comenzando la lección, nunca digáis “no tengo nada qué hacer” puesto que se incurre en una doble negación, lo cual y según Aristóteles y Arnauld establecen, es una afirmación, que es tanto como decir “tengo qué hacer” porque las negaciones no y nada se anulan, quod erat demostrandum, ya que…

M.― ¡Cuánta razón tenéis! Mostráis por qué se os considera el farol de los sabios.

P.― Faro, madame, faro y no farol, ya que el primero proyecta un haz de luz que, como ya lo ha demostrado el gran Newton, no es sino la conjunción de siete colores, en tanto que en el caso del farol, su exigua luz tan sólo sirve para atraer mariposillas nocturnas y otros bichos insignificantes. Sin embargo y a riesgo de admitir vuestra hiperbólica metáfora con la que queréis halagarme, yo respondo que no soy más que un hombre que tan sólo busca la virtud como único fin en la vida, y a partir de la felicidad que aquélla genera, compartir mis conocimientos con los que aspiran a poseer las luces de la razón que aún no logran alcanzar.

M.― Yo me siento muy honrada al aceptarme como vuestra discípula, señor mío, y os juro por el Olimpo que haré todo lo que está a mi alcance para ser digna de vos.

P.― Y yo os juro por el monte de Venus que así será madame. Pero observe que ya es un alumna aventajada ya que hace tres días que os tomé bajo mi cuidado jurabais que Olimpo era el nombre de uno de los jardineros de Versalles, y hoy os puedo mentar a Venus sin temor a equivocarme de que vos la reconoceréis como la diosa del amor, y cuya residencia está en el Monte Olimpo, que se encuentra en Tesalia, según Pausanias.

M.― ¡Cuánto me alegro de saber ya algo! ¡Oh, señor preceptor! Enseñadme, enseñadme más, que estoy dispuesta a recibir todos vuestros conocimientos.

P.― Estoy satisfecho de vuestra disposición, madame, y cumpliré vuestro deseo según mi pobre competencia. Pero antes de introduciros en la verdadera filosofía, quiero expresaros mi absoluta admiración, por lo que hago reverencia sin oprobio a mi ser natural ni a mi libertad, porque estáis en el camino de convertiros en la Atenea de la corte.

M.― Me halagáis demasiado, señor preceptor. Pero ahora decidme ¿qué aprenderé hoy?

P.― Conoceréis los sistemas de hombres famosos como Locke (el padre de la verdadera filosofía), Condillac, La Mettrie, Diderot, D’Helevetius y el barón D’Holbach.

M.― ¡Madre santísima de Dios y de todos nosotros! ¿No son aquellos hombres perversos ateos sobre los cuales nos ha prevenido nuestro confesor, el abate Chillon? ¡Que en mi casa se lean semejantes herejías! ¡Qué abominación!

P.― ¡Señora, no doy crédito a semejante arrebato! ¿Después de tres días todavía no lográis desterrar a los monstruos del fanatismo? ¡No madame, no! Ya os advertí de los peligros de los prejuicios. ¿Cómo queréis arroparos en la dulce fragancia de la verdad si os obstináis en permanecer hundida en la cloaca de las enseñanzas eclesiásticas? ¡No madame! ¡No estoy dispuesto a recibir insultos de esta especie ni siquiera del mismísimo rey! Os dejo para que sigáis osando en el lodo de la ignorancia.

M.― Os expresáis duramente. Por favor, perdonadme. Concededme vuestra compasión. No soy más que una mujer inmensamente rica, con cien criados a mi servicio pero carente de luces. No quiero ser una ignorante ¡Ayudadme, por Dios!

P.― Os perdono, madame, porque sois una mujer de evidentes cualidades. Os perdono y relajaos, que comenzará la lección.

M.― Serenémonos. Tomemos un poco de limonada, si os place.

P.― Excelente idea. Bien, lo primero que hay que saber madame, es que la realidad, eso que palpamos todos los días, es tal su presencia que es imposible no pensar que exista un creador de un mundo tan apabullante. Como los antiguos pensaban que tantísimas cosas no podían surgir de la nada tuvieron que imaginar la existencia de un creador.

M.― ¡Cielo santo! ¡“imaginar” decís!

P.― Sí madame, y no solamente imaginaron uno sino que concibieron muchos espíritus, cada uno patrón de cada fenómeno natural, de cada animal, de cada cosa. Así, había un dios de la lluvia como también un dios cabra o un dios de la montaña. ¿Os imagináis un mundo plagado de dioses? Sin embargo toda esta religión natural se acabó cuando el sacrosanto cristianismo se hizo poderoso y se extendió por el mundo conocido. Todos esos espíritus y dioses naturales se convirtieron en demonios, porque un Dios único no puede admitir la competencia de otras divinidades en su reino.

M.― ¿Negáis por tanto la existencia del demonio?

P.― No sólo la niego, madame, sino que incluso me atrevo a reírme de esas ideas. Pero decidme ¿qué significado tiene para vos eso que llamáis demonio?

M.― El demonio es el mal, el pecado; es el enemigo de todo aquello que es contrario a nuestra santa religión.

P.― ¿Y cómo definís el pecado? Explicadme, por favor.

M.― El pecado es toda aquella acción que nos aparta del camino de la salvación, camino cimentado en la santidad de los sacramentos.

P.― ¿Ese camino a la salvación, como le llamáis, os asegura la felicidad?

M.― Tanto en este mundo como en el otro, sí señor mío.

P.― ¿Y en qué radica vuestra felicidad?

M.― En… dejadme pensar… ¡No me miréis con sorna, señor filósofo, por favor!... dejadme pensar…

P.― No hace falta que lo penséis como si interpretarais un axioma de Spinoza o un pensamiento de Pascal, madame. La felicidad es todo aquello que agrada a vuestros sentidos. Toda satisfacción moral se funda en este hecho tan sencillo como incontrovertible.

M.- ¡Pero la felicidad se da en la virtud, y la virtud reposa en la buena conducta que nos indican siempre nuestros santos guías espirituales!

P.― Madame, eso que llamáis virtud no es más que la sujeción de nuestros instintos naturales que descansan en las sensaciones a un sistema racional. El hombre fue concebido para usar esos órganos de donde se originan las sensaciones, es decir, los sentidos, únicas vías por las que entramos en contacto con la proteica naturaleza.

M.― ¿“Concebido” decís? Si hacéis uso de esa palabra es porque admitís, secretamente, que la concepción proviene de un creador.

P.― Naturalmente madame, naturalmente.

M.― ¿Ésa es vuestra respuesta? ¿“naturalmente”? Me he hecho de vuestros servicios para que me enseñéis cosas importantes, no para que me digáis obviedades.

P.― No os enfadéis madame. Debéis desatar esas cintas que oprimen vuestro cuerpo y que impiden que la saludable irrigación sanguínea recorra vuestras venas y que llegue a vuestra cabeza. La mejor disposición hacia el estudio parte de la comodidad, de la placidez de nuestro cuerpo.

M.― Pero Santo Tomás, para estudiar y trabajar, se imponía disciplinas rigurosísimas que, según nuestro confesor, generaron las verdades más excelsas de la filosofía. Además, están la propiedad y el buen tono.

P.― En efecto madame, por eso el dominico escribió lo que escribió y por eso los hombres se hayan sujetos a la ignorancia, a la superstición y a la intolerancia. Y en lo tocante a la propiedad y el buen comportamiento, Helvetius dijo “cuando el buen tono aparece, el sentido común desaparece”.

M.― Dudo que Tomás de Aquino tenga la culpa de que otros hayan interpretado desventuradamente sus enseñanzas y preceptos. Y ya sabéis lo que pienso de vuestro Helvetius.

P.― Sea así madame. De cualquier forma, las disciplinas escolásticas son completamente prescindibles en mi sistema de enseñanza, así que no objetéis por favor. Tened la bondad de aflojar vuestro ropajes, y no insultéis a Helvetius.

M.― Me atendré a lo que pedís, magister dixit.

P.― ¡Bravo madame, bravo! Ahora que estáis más cómoda permitidme continuar. Digo naturalmente porque el hombre fue concebido por la Naturaleza que en un afán organizador del caos primigenio formó todo lo que conocemos y seguramente seguirá formando cosas y seres que ni siquiera nos imaginamos. Pero fuere lo que fuere, la Naturaleza se nos presenta a través de los sentidos. Bien y pronto el barón D’Holbach lo explica con extraordinaria lucidez: los sentidos son los órganos visibles de nuestro cuerpo mediante los cuales nuestro cerebro es modificado. De esa relación entre los sentidos y lo natural surgen tres formas de modificación: las sensaciones, las percepciones y las ideas.

M.― ¿Y en qué son diferentes si provienen de la misma fuente y van a dar al mismo lugar?

P.― Para responder a vuestra acertadísima pregunta permitidme ejemplificar: si yo paso las yemas de mis dedos por la piel de vuestro antebrazo ¿qué sentís?

M.― Una especie de estremecimiento, así como una ligera calentura que se extiende por mi cuello y mi rostro.

P.― De hecho madame, habéis adoptado una coloración carmesí en vuestro blanquísimo rostro. Esa reacción, que proviene de vuestro sentido del tacto, considerada en sí misma es la sensación.

M.― ¡Ya veo!

P.― Ahora, vuestro órgano interior, el cerebro, se ha dado cuenta de esa sensación, es decir, la sentís racionalmente. Es cuando yo puedo solicitaros que me describáis vuestra sensación.

M.― Lo que dije hace un momento, un estremecimiento que me pareció muy agradable, aunque también inquietante.

P.― Eso es la percepción. Continuemos. La idea se forma cuando vuestro entendimiento relaciona su sensación con el objeto que la ha producido. Sentid otra vez, sentid.

M.― ¡Oh! Pero ¿por qué es agradable?

P.― Porque nuestros sentidos fueron hechos para proporcionarles sensaciones agradables, denominadas de forma genérica como placer. El placer, madame, es una necesidad de nuestro cuerpo, tanto como el comer o el dormir.

M.― El placer es concupiscente.

P.― Qué, ¿acaso no disfrutáis de una buena ópera o una agradable sinfonía? Vuestro palacio está repleto de pinturas realizadas por magníficos artífices. Incluso disfrutáis con esta limonada, aunque un vino sería mejor…

M.― Pues entonces bebamos vino… ¿Dónde está mi campanilla? ¿La tenéis vos? Permitídmela… Traed vino para el señor d’Apont.

P.― Me complacéis madame, pero respondedme.

M.― Sí, he disfrutado enormemente del Tom Jones de Philidor. Respecto a las imágenes que tenemos casi ni las veo, y me place degustar ciertos manjares. Son pecadillos que me permito y…

P.― … que disfrutáis porque son placenteros ¿Por qué entonces os inquieta lo táctil?

M.― Sí disfruto, ya que no soy de mármol.

P.― ¡Pero si sois toda una escultura hecha por Houdon!

M.― Me alabáis, señor mío.

P.― Sabed que es natural regocijarse con el placer, madame. Y siempre existe esa vía de complacencia, de satisfacción de esa necesidad. Esa vía se conoce también como pasión. Las pasiones, dice Helvetius, son para la moral lo que el movimiento para la física, éste crea, destruye, conserva, lo anima todo y sin él todo está muerto. Las pasiones también vivifican el mundo moral. Ese querer satisfacer nuestro placer por medio de la pasión se llama deseo. El deseo es fuente no sólo de satisfacción sensorial sino también de conocimiento.

M.― ¿Si yo deseo entonces quiero conocer?

P.― Yo no podría expresarlo mejor, madame. El buen abate de Condillac afirma que al pasar de necesidad en necesidad, de deseo en deseo, la imaginación se forma, las pasiones nacen, el alma adquiere, de un momento a otro, más actividad y se eleva de conocimiento en conocimiento.

M.― Es oscuro lo que me decís.

P.― Todo lo contrario madame. Del cúmulo de nuestras sensaciones surge el conocimiento el cual se deposita en nuestra memoria. La memoria no es más que la sensación transformada que se acumula en nuestro conocimiento. Precisamente ese recordar la forma de satisfacer nuestros sentidos nos hace esclavos permanentes del deseo y la pasión. Pongamos por ejemplo nuestro tacto. Aprendemos a apreciar y discernir las distintas texturas a través suyo, sentido el más extendido de nuestro cuerpo. Realicemos otra vez nuestro experimento. Paso mis dedos ya no por vuestro brazo sino por vuestro cuello ¿Os estremecéis?

M.― ¡Oh Dios mío! ¡Sí! Pero el ejemplo me parece muy atrevido.

P.― Tan sólo es un ejemplo madame, ateneos estrictamente al conocimiento que os proporciono. Cambiemos ahora de instrumentos. Abrid vuestro corpiño para mostraros la contundencia del tacto. Utilizaré primero las palmas de mis manos para rozar vuestros pechos, razonad vuestras sensaciones, configurad vuestras percepciones. Bien, cerrando los ojos podéis concentraros mejor. Ahora, si yo ya no utilizo las manos y cambio la fuente exterior de la sensación por mi lengua… ¿qué sentís?

M.― ¡Oh! ¡Por favor señor mío, qué lecciones tan extrañas! ¡Mmmmm!

P.― Observad vuestro proceso educativo. Al sentir mi lengua sobre vuestro pezón os sobresaltabais de un modo violento (pero también encantador, debo admitir). Ahora, aunque conservando vuestro santo pudor, me exigís con vuestras manos que me adhiera no sólo a vuestros pezones sino a vuestros pechos por entero y que los lama y los estruje ¿Qué incentivo opera en tan milagroso comportamiento? La instrucción filosófica siempre acompañada por la experiencia. En este momento vos sentís deseo y pasión para satisfacer las necesidades de vuestros sentidos.

M.― ¡Qué prodigio! Siento deseo, así es, pero vos sois un demonio. Me habéis transformado en un ser malévolo.

P.― De ninguna forma madame. Os puedo demostrar en este instante la teoría de los tres estados del espíritu según Helvetius. El primero es la pereza, característica de todas las personas ociosas que viven en la corte; el segundo es el odio al aburrimiento, ya que el estado de inercia es insoportable aún para el más moliciento de los hombres; el tercero lo constituyen las pasiones fuertes, remedio a todo sopor. Comprobemos en vos la existencia de estos tres estados, madame. Fue precisamente ese sofocante estado de inercia, ese descanso sin límite al que os veis obligada a estar el que os empujó al extremo contrario, el odio al aburrimiento. Comprendisteis que ese gracioso bodrio de Lesser, su Teología de los insectos (que admitisteis estar leyendo), no representaba para vuestro espíritu más que un placebo abyecto. Por eso me llamasteis, para poder acceder al tercer estadio, el de las pasiones fuertes que vos queréis experimentar y yo transmitir.

M.― ¿Y para eso es preciso que os desnudéis señor? Habláis tan convincentemente como actuáis. Debo resistir semejantes lecciones, pero no puedo.

P.― Madame, yo me esfuerzo en transmitir lo mejor que ha dado el conocimiento, las benéficas verdades del materialismo… Os veo muy agitada.

M.― ¡No, por favor señor mío! No quiero que me enseñe nada de las “benéficas verdades” del materialismo. Mi marido, el marqués de Lagarde, intendente de la provincia de… ¡ahhhh!... Angers, estará por llegar…

P.― Madame, yo juré por todos los dioses en los que no creo que os enseñaría las verdades más sublimes y los misterios más profundos de la filosofía finalmente aclarados por el excelente materialismo, y estoy dispuesto a cumplir con mis deberes de educador.

M.― Pero vos queréis… ¡aayyy!... enseñarme cosas para las cuales mi espíritu ya no está preparado. Concededme un poco de tiempo para examinar mi conciencia, limpiarla de errores; dejadme establecer ideas claras y distintas… Vuestros brazos parecen gigantes cálidos… Sí, quiero conocer la verdad pura y diáfana, pero siempre a través de las serenas vías de la lectura, sin más placer que el que me proporcionan las palabras impresas… Pero ¿por qué cerráis, señor?

P.― Porque no hay mejor conocimiento que el que proporciona la experiencia, madame.



[1] “Más vale conocer cosas inútiles que no saber nada”

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