miércoles, 9 de mayo de 2007

DES AIX

Mi nombre era Louis-Charles-Antoine Des Aix, caballero de Voygoux, descendiente y familiar de la pequeña nobleza de Auvernia, tierra del más célebre guerrero de cuantos combatieron bajo los estandartes de Luis el Grande. Mi padre poseía una pequeña biblioteca, no grande pero sí suficiente para que yo pudiera refugiarme en ella en los muchos momentos de soledad. Ahí me sumergí en la lectura de Herodoto, y recorrí con él sus andanzas por Egipto, por Mesopotamia, y vi la riqueza, el esplendor, el misterio de Oriente, visiones que mezcladas con el exotismo del mundo islámico, con sus mujeres, sus perfumes, su música, conformaban en mi imaginación escenas de oro y de piel firme, suave y rotunda de mujer. Es curioso cómo de jovencitos relacionamos palabras que en verdad

― ¿en verdad? ― no tienen ningún nexo. Así me sucedía con los vocablos oro y Oriente: Oriente, la tierra del oro.

Mis lecturas predilectas, no obstante, se referían a los fastos guerreros, a las campañas militares, a las grandes conquistas, a los “capitanes ilustres”. Desde Plutarco o Suetonio hasta el diario del mariscal de Boufflers, mi espíritu seguía de cerca las aventuras del gran Alejandro, de Aníbal, de Epaminondas. Tenía muchísimo interés en Cromwell, en el rey Gustavo Adolfo, en el Gran Condé, en Turenne; no sé qué extraña simpatía me hacían fascinantes esas vidas y sus hechos. Esta inclinación por el arte de la guerra me llevó a la academia militar de Effiat, donde mi apellido se contrajo a Desaix, para no parecer tan presuntuoso por tener origen noble. Posteriormente me fueron revelados los primeros avatares del guerrero en el regimiento de infantería de Bretaña: un sopor y una rutina insoportables. El fragor de la batalla, que tanto anhelaba, llegó varios años después, cuando yo ya era capitán y ayudante de campo de De Broglie, un 3 de agosto de 1792, frente a Landau, donde tuve la oportunidad de capturar a un austriaco. Un año después, en Lauterbourg, recibí un balazo que me atravesó las mejillas. No podía hablar pero seguí combatiendo. Muchos hombres honrados han sometido a el arte de la guerra a una despiadada crítica, y sí, tienen razón en cuanto a que se trata de una actividad salvaje, bárbara y sanguinaria, pero jamás sintieron ni sentirán esa especie de enervación del espíritu y del cuerpo cuando se entra en combate: es una combinación de miedo e ira la que nos transforma y nos convierte en demente hijos de Marte, y también de Baco, porque la batalla es la orgía de la sangre. Por eso fui herido en numerosas ocasiones, porque mi temeridad me exigía siempre estar al frente de una carga, aunque también me estimulaba la gloria del héroe caído en combate.

Mis ascensos se sucedieron con la rapidez que permiten las turbulencias políticas, de tal manera que fui nombrado general de división el 2 de septiembre de 1794. Una herida en el muslo causada por una bala, en Diersheim, me obligó a alejarme de la guerra durante un tiempo considerable, pero en lugar de permanecer en una cama preferí viajar, en compañía de un sirviente y de mi fiel ayudante de campo. Visitamos Italia y Alemania. Fue en agosto, en Venecia, cuando me encontré con El General, hombre de elevado espíritu y genio incomparable. Sus ojos reflejaban una profunda y divina turbulencia y su cuerpo no tenía reposo alguno. Siempre concebía planes magistrales que tenían como resultado, invariablemente, la destrucción total del enemigo. Pero al mismo tiempo, sus palabras señalaban que provenían de un ser magnánimo y sentimental. Y me fascinó.

Yo, siendo general en jefe del Ejército del Rhin, preferí convertirme en su lugarteniente y seguirle a donde me dijera; preferí unir nuestros destinos. Fue así que me confió la construcción de una flota para invadir Egipto, encomienda que cumplí a cabalidad.

Desembarqué en Marabout, cerca de Alexandría, el primero de julio de 1798. Veinte días después volví a sentir la infinita emoción del combate, bajo el marco espléndido de las pirámides. Mi división estaba formada en cuadros, con baterías por delante. Mis soldados y yo estábamos fascinados y temerosos a la vez ya que los mamelucos avanzaban hacia nosotros con una furia y fuerza indescriptibles. Nuestros cañones y fusiles realizaron diez, veinte, muchas descargas; cuando el humo de los mosquetes se disipaba se descubrían cadáveres de caballos y hombres en una masa informe. Como siempre, dirigí personalmente la contracarga al frente de mis hombres, impelidos por los toques del clarín y bajo la sombra del lienzo tricolor, el estandarte de nuestra gloria.

El General me encargó perseguir a Murad-bey, quien huyó hasta el Alto Egipto. ¡Cuánta arena; cuánto sol; cuánto misterio y esplendor! Vi cosas tan increíbles, monumentos tan enigmáticos que comprendí por qué Herodoto escribió las magníficas descripciones que nos legó. Impartí órdenes especiales y delegué en un grupo de exploradores el encontrar el famoso laberinto de Crocodilómpolis, pero fue en vano. Y al tiempo en que los sabios que me acompañaban registraban lo que podían de ese mundo antiguo, yo seguía combatiendo, porque ése era mi destino. Derroté al jefe mameluco en numerosas batallas hasta que el poder de nuestra fuerza abatió su rebeldía.

Me dediqué a pacificar el país. Aprendí los rudimentos del idioma árabe y traté a todos según los derechos naturales de los hombres. Los habitantes del lugar, agradecidos, me apodaron el sultán justo, extraño título para un hombre que sólo aplicó los principios de nuestros filósofos, que son los principios de la humanidad. Pero fui llamado, otra vez, por Bonaparte. Mi camarada Kléber (mi hermano, con quien tuve el honor de morir el mismo día, aunque en latitudes muy distintas y en circunstancias desiguales) me hizo llegar el mensaje. Partí a bordo de un barco con algunos compañeros de armas y pese a las veleidades de los ingleses, me pude reunir con mi general en Stradella. Cambió mucho desde que él partiera de Egipto. Su rostro era más anguloso y sus ojos menos alegres pero mucho más penetrantes. Casi no sonreía (como yo tampoco) y su piel era pálida, como el de un santo muerto. Quizá esa apariencia era reforzada por sus cabellos lánguidos. Era un rostro hermoso, de belleza clásica, del mármol de los héroes.

Italia me vio llegar para morir. Lo recuerdo bien, era el día 25 del mes predial del año VIII de la República, es decir, el 14 de junio de 1800. En plena víspera de la nueva centuria, los tiempos estaban temerosos: cerca de Marengo, el sólido ejército austriaco estaba partiendo a nuestras tropas en dos. La infantería de ambos flancos comenzaba a desfallecer y la caballería de Murat era ineficaz contra los escuadrones enemigos. Desde lo más profundo surgió en mí un sentimiento vago sobre mi General; sentí su temor, que no miedo porque yo sabía que él confiaba en mí. Me lancé con mis divisiones hacia la zona del combate. Ataqué al frente de mis carabineros, con la infantería de cerca y caímos como furias contra el flanco derecho de los austriacos. Pero una bala atravesó mi pecho y yo me sentí caer levemente, como una pluma, y sentí brazos protectores y amorosos que me arropaban. Y mientras el soplo de la vida se extinguía al tiempo que ingresaba en el templo de la gloria y del olvido, supe que estaba predestinado: mi papel en este mundo consistía en morir para cimentar el camino por el cual transitaría, con pasos de gigante, mi General, para grandeza de la historia de los dioses y de los hombres. Al momento de morir gocé con esta feliz certeza: sin mí, Napoleón nunca hubiera existido.


Andrea Appiani, General Desaix (1800-1801). Óleo sobre lienzo, 115 x 88 cm. Musée National du Chateau, Versailles.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

justo te iba a decir que subieras tus cuentos... pon el del crítico, porfas. y si lo tienes transcrito, el del cantante de camión. te amo.

Anónimo dijo...

Leo, leo, leo. Chido, mi Tapia